Los milagros de cada día

 I

Días atrás fui a ver a mi hermana y la encontré conmovida por una visita previa. Había estado con una antigua compañera de la universidad que le había regalado unos frasquitos con agua bendita para que mejore de la gripe. Mi hermana me los enseñó. Tenían una etiqueta con la imagen de la Virgen María y, debajo de esta, la fecha de caducidad.

La buena amiga, psicóloga de profesión, confiaba sin duda en el vigor milagroso del agua bendita. Me pregunté entonces cómo y por qué alguien puede tener tal convencimiento y no se me ocurrió ninguna respuesta satisfactoria. Mi hermana opina que es debido a que nos emplazamos en diferentes lados de la realidad, lo cual explica que tengamos distintos puntos de vista. El mío, por ejemplo, observa que, si acaso existe, Dios enfrenta insubordinaciones diarias. Él ordena una gripe y he aquí que la Virgen María, jerárquicamente inferior, puede neutralizar las decisiones de la Providencia a través de algún funcionario de la iglesia católica.

Pero en el caso de la amiga de mi hermana creo que se manifiesta otro hecho interesante: la relación de causa y efecto entre el agua bendita y el remedio a una gripe. Esto podría señalar que, en la práctica diaria, la amiga de mi hermana suele olvidar el rigor científico que exige su profesión al momento de vincular los acontecimientos en antecedentes y consecuentes. No hay nada raro en ello: esa conducta es frecuente. Tenemos el hábito de razonar en estancos, dentro de los límites de un subconjunto social, con sus particularidades de idiosincrasia y lenguaje, en la que una cosa A es el antecedente de un consecuente B porque así lo prescribe una doctrina específica a la cual, por hábito, negligencia o pasión, nos adherimos. Además, como nos recuerda amablemente Daniel Kahneman —el único psicólogo que ha recibido el premio Nobel de Economía gracias a sus investigaciones acerca de los porfiados modos irracionales con que tomamos decisiones sobre cualquier riesgo de pérdidas—, es más fácil construir una historia coherente cuando se sabe muy poco, cuando hay menos piezas para encajar en el rompecabezas. Nuestra reconfortante convicción de que el mundo tiene sentido reposa sobre una base segura: la casi ilimitada habilidad para ignorar nuestra ignorancia”.[1] Lo cual, desde luego, nos lleva al tema de la coherencia.

Todos sabemos o intuimos, al respecto, que en el día a día la coherencia es un concepto muy maleable, hasta el punto que creo sensato decir que el mínimo común denominador de nuestras vidas es el comportamiento incoherente. Para ver si es así echemos mano a un caso: hagamos memoria de aquellos tiempos en que la madre Rusia era la URSS. Fijémonos en el año 1954. Lavrenti Pávlovich Beria, cruel aliado de Stalin y héroe de la resistencia contra los nazis, era entonces ejecutado bajo el cargo de traidor al Partido Comunista y al Estado soviéticos. Casi de inmediato, los suscriptores de la Gran Enciclopedia Soviética, que tenían, desde luego, el volumen correspondiente a la letra B —donde figuraba la entrada a Beria ensalzándolo por su valentía y sentido del honor—, recibían una carta de la casa editorial pidiéndoles que arrancaran la página del artículo sobre Beria y la devolvieran cuanto antes por correo. Ahora bien, para que el volumen no quedara incompleto, a cambio se les enviaría —también por correo— una entrada bellamente ilustrada sobre el Estrecho de Bering.

Supe de esta historia por Slavoj Žižek, quien la contó en La plaga de las fantasías. Allí, además, se preguntaba: “¿para quién se mantuvo esta (apariencia) de integridad, si cada suscriptor sabía de la manipulación (ya que tuvo que hacerla por sí mismo)?”. Y sugirió entonces, apoyándose en Lacan, una peculiar respuesta: esa farsa de la que nadie podía reírse se habría representado para el típico “inexistente sujeto supuesto creer”, una alambicada fórmula que tiene la ambición de categorizar una cualidad social básica de los seres humanos: nuestra aptitud para suspender o dejar de lado la incredulidad (una convicción) que objeta, rechaza y dice no, para, en cambio, comulgar pacatamente con lo artificial, lo fantasioso, y asumir el rol cómplice y simbólico labrado por el poder de una burocracia o una dictadura. De esta manera podemos actuar de acuerdo con el papel que nos toca, en un teatro de representaciones que nos permite formar parte respetable y activa de una comunidad, y que nos libra de ser marginados, vejados o suprimidos.

Está claro que en un sistema dictatorial se trataría, en la mayor parte de los casos, de un simple instinto de supervivencia (i.e., acepto arrancar la página sobre Beria, oficialmente olvido que alguna vez existió Lavrenti Pávlovich Beria y acepto la página sobre el Estrecho de Bering: no me hago problemas). Es decir, acepto participar en un juego que me mantenga a salvo y mantenga a salvo a mi familia, y cuya autenticidad se hace efectiva cuando no es solo uno el que está sometido a las reglas de la escena, sino que también se desempeñan como actores mis familiares, mis vecinos, la gente de la calle y hasta los burócratas encargados de vigilar que se cumplan tales roles. De esta forma, “la respuesta que debe darse al lugar común conservador, según el cual todo hombre honesto tiene una profunda necesidad de creer en algo, es que cada hombre honrado tiene una profunda necesidad de encontrar a otro sujeto que crea en su lugar” (Žižek, ibidem). En otras palabras: la gente trataría de convencerse a sí misma de la legitimidad de algo difícil o imposible de creer, mediante el subterfugio de convencer a los demás de la legitimidad de aquel verismo, para luego, mediante una maniobra de espejos cruzados, convencerse a sí misma de la autenticidad de aquello que, en otra situación, sería visto como ridículo, falaz o imposible.

 

II

En 1873, en las dos secciones de Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral, Friedrich Nietzsche declaró que la existencia de la verdad fue debida a convenios gregarios, todos muy pragmáticos, fundamentados en un primitivo ordenamiento de poderes que evitara conflictos dolorosos (la bellum omnium contra ommes). En el párrafo 3 de la primera sección de aquel libro declaró: “El hombre solo desea la verdad en un sentido provechosamente limitado: quiere las consecuencias agradables de la verdad, aquellas que preservan su vida; es indiferente al conocimiento puro y sin consecuencias, y está hostilmente predispuesto contra las verdades que puedan acarrearle efectos perjudiciales y destructivos”. Luego, en el párrafo 8, ahondó más en este último asunto y dijo: “…hasta hoy solamente hemos atendido a la obligación que implanta la sociedad para existir, es decir: ser veraz, emplear las metáforas corrientes; o en términos morales: la necesidad de mentir de acuerdo con un esquema convencional, mentir en rebaño con un estilo obligatorio para todos”.

De más está decir que el punto de vista de Nietzsche configura una explicación a los ejemplos narrados párrafos atrás; también, que ha sido la plataforma de partida y de llegada del razonamiento tanto de Lacan como de Žižek.

Pero eso no es todo. En un ya olvidado libro mencioné el trabajo de Vilayanur S. Ramachandran, cuyas investigaciones sobre el autismo, la sinestesia, los miembros fantasmas, la epilepsia y la psicofísica visual lo condujo al descubrimiento de un probable fundamento neuronal de la experiencia religiosa. En una conferencia que, en 1997, dio en la Society of Neuroscience, dijo que, tras una serie de cortes quirúrgicos y estímulos eléctricos en los lóbulos temporales de personas sin fe religiosa (y sin que importen fenotipos y genotipos), accidentalmente había registrado “una dedicada maquinaria neural que concierne a la religión” que se activaba en el lóbulo frontal. Estos pacientes, de improviso, habían sentido la presencia de Dios o habían tenido la experiencia de una revelación sagrada. Desde luego, la mayoría de la población mundial no requiere ni de incisiones ni de sacudidas eléctricas para tener una fervorosa certidumbre o abrazar un credo; en general, según el doctor Ramachandran, nacemos bien provistos de los indispensables recursos químicos y los circuitos neuronales que avivan la fe, de tal manera que lo que entendemos por mentira y verdad disuelven sus fronteras tanto seglares como místicas. Sobre esto, y al margen de la discusión bizantina con respecto a la existencia o inexistencia de Dios, creo que con el ejemplo de la llamada posverdad podemos intuir que el asunto está muy enraizado en nuestra especie.

En este punto, y para continuar rizando aún más el rizo, me gustaría insistir en dos cosas: primero, en que la buena amiga de mi hermana no constituye una excepción sino que tiene correspondencia con los problemas de la irracionalidad estudiados por Nietzsche, Žižek, Kahneman y Ramachandran; luego, en que el agua bendecida por encargo de la Virgen María entraña una acción rebelde contra la autoridad del Altísimo.

 

III

Supongamos que la fecha de caducidad mencionada al inicio se refería exclusivamente al agua bendita. Si es así, quienes determinaron aquella fecha tal vez no se dieron cuenta de lo que implicaba. Supone una broma —acaso involuntaria— si fue impresa por gente escéptica dedicada comercio. Impresa por gente crédula y religiosa, supone, además, que las bendiciones santas o divinas se evaporan con el tiempo, como el espíritu, debido a que las confieren intermediarios.[2] Esto sugiere que nada hay más ajeno a una iglesia que la anarquía. Lo suyo es el firme ejercicio de los negocios y la burocracia: únicamente así navega con el espíritu a su favor. En tal escenario se comprende que en la imaginería ortodoxa católica (y judía y musulmana) haya no solo ángeles rebeldes, sino también la simulación secular de acciones rebeldes. De lo contrario, las culpas serían demasiado escasas para el gusto de sus sacerdotes.

De este párrafo y los anteriores se podría colegir, asimismo, que la más persuasiva representación/actuación la realiza quien, metido hasta el tuétano en el desempeño de su rol, va creyéndose a sí mismo mediante los ajustes de sí mismo, apasionadamente, sin que importe mucho la imposibilidad de lo que dice o hace, puesto que la imposibilidad es un elemento más de nuestro mundo ordinario (uno muy importante, como lo demuestra el cambalache de la Gran Enciclopedia Soviética). Al fin y al cabo, la suspensión temporal del juicio escéptico, en sociedades como la nuestra, suele ocurrir gracias a que también otros fingen creer en lo que yo finjo que creo, precisamente debido a que afirmo sinceramente que sí creo. En tal comedia es natural que se proscriba el juicio escéptico, menos por rebelde que por impertinente.

A estas imposturas, a estas espontáneas simulaciones de creencias, tal vez podríamos llamarlas “narraciones pragmáticas de una situación”, puesto que la realidad, culturalmente hablando, no es una idea monolítica sino un conjunto agitado y provisional de nociones útiles. O dicho de otro modo: lo que entendemos por ‘real’ es un instrumento situacional, práctico y temporal utilizado por consenso y disensión en una circunstancia (formado por una cadena de significantes con un posible significado en común), que adquiere sentido aceptando o contraviniendo las reglas de aquella enciclopedia semiótica del mundo de que hablaba Umberto Eco. {Al respecto, hagamos también memoria: en Lector in fabula, Eco sostuvo que la interpretación de la realidad es verosímil y viable gracias a que tenemos instrumentos básicos —reglas— con que interpretarla. “La regla”, dijo allí, “debe seleccionarse entre una serie de reglas igualmente probables puestas a nuestra disposición por el conocimiento corriente del mundo (o enciclopedia semiótica)”}. Tal enciclopedia no es única, por supuesto. En este planeta los grupos humanos sostenemos muy diferentes tipos de “conocimiento corriente del mundo”, al punto de que no resulta nada sencillo establecer puentes de traducción apropiados entre tantos lenguajes de nuestra Babel.

Según entiendo, esto no implica, de ninguna manera, que se rechace la existencia de la verdad y la falsedad. Por el contrario, significa que ellas eventualmente existen gracias a que: a) la verdad es una proposición que adquiere sentido dentro de un marco de referencia coyuntural, o teoría; b) dicho marco de referencia, o teoría, establece métodos de razonamiento cuya lógica es la misma que fija los términos de las proposiciones; c) todo marco de referencia es una compleja herramienta de reflexión que se desplaza, modifica o rechaza vitalmente con procedimientos de ensayo y error; d) toda teoría se justifica éticamente con lo que Karl Popper llamó “falsación”, es decir, una técnica que permite el contraste crítico entre las proposiciones, la lógica interna de la teoría y lo que ella misma define como hechos del mundo definido como real (los objetos de análisis que se perciben y eligen dentro de los límites del marco de referencia); e) hasta la fecha, ninguna falsación puede incapacitar o eliminar por completo una teoría, ya que, como toda técnica, es proclive a fallas en su realización y es, por tanto, perfectible o desestimada hasta nuevo aviso. De todo lo anterior se sigue, entonces, que una proposición que aspira a la verdad tiene, desde el principio, que resignarse a tener una frágil y volátil condición (aunque, en la práctica, no podamos resignarnos y quitemos de en medio esta obligación).

Dicho esto, y aunque nos cueste mucha energía intrínseca, tal vez debamos aceptar que no tenemos la capacidad para estar del todo seguros de haber diseñado una proposición no subjetiva y verdadera con respecto a algo o alguien. Esta sería, ni más ni menos, nuestra constante exigencia ética. Por otra parte, creo que en nuestro día a día la verdad existe y se usa tal como se usa una moneda; su validez está defendida por un pacto mancomunado, y para entenderla mejor podríamos aplicarle la tercera definición que la RAE propone para el término moneda: “instrumento aceptado como unidad de cuenta, medida de valor y medio de pago”.

 

IV

Terminemos por el comienzo. Hoy, mi foco de atención ha ido sobre esos curiosos desplazamientos entre lo que, en un mismo grupo humano, por acuerdo común implícito, se designa como verdadero, probable, posible, en oposición a falso, improbable, imposible. Y lo que he notado, o he creído notar, es que tanto la psicóloga amiga de mi hermana como la Gran Enciclopedia Soviética de 1954 representan dos casos de tales desplazamientos, con sus particulares silogismos, métodos, doctrinas del concepto y del juicio (en suma: su propia lógica en el uso de reglas de interpretación). Así imagino yo que vamos dando forma a diversas narraciones de la realidad, o sea, a teorías vitales, en ejercicio, de adaptación social y supervivencia.[3] Lo que todas ellas tienen en común, pienso ahora, es que de manera interina implican actividades irracionales pero no arbitrarias de acomodo a las particularidades de cada existencia humana, y viceversa, ya que obedecen a una pragmática de sobrevivencia grupal. Y me resulta fascinante deducir, tal vez con exageración, que lo que llamamos sociedad es un apelotonamiento bullente, sugestionado, conflictivo de grupos de personas cuyos intereses rara vez toleran la autonomía de sus transitorios miembros y el equilibrio de todo el conjunto que los incluye.

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[1] En «The Illusion on Understanding», del libro Thinking, Fast and Slow. Dicho sea de paso, creo también que sin esta tara o habilidad no existiría la literatura.

[2] Hay que acordarse de que la palabra ‘espíritu’ proviene del vocablo latino spitirus, aparecido quizá con una intención onomatopéyica, y que significó “espirar”, soplar aire. Su empleo eclesiástico acaso empezó hacia fines del siglo iv con la publicación de la Vulgata, no con la Vetus Latina (que fue la anterior versión latina de la Septuaginta, de la Biblia Septuaginta o Biblia Griega, cuya redacción posiblemente abarcó los siglos iii y ii a.C., y que fue la traducción al griego de los textos monoteístas arameos y hebreos más antiguos). En el Génesis 2:7 de esta, por ejemplo, se puede leer: ‘Et finxit Deus hominem pulverum de terrae, et insufflavit in faciem eius flatum vitae, et factus est homo in animam viventem’ (“Y Dios formó al hombre del polvo de la tierra, e insufló en su rostro la ráfaga de la vida, y el hombre se hizo un alma viviente”). En la Vulgata, en cambio, se dice: ‘Formavit igitur Dominus Deus hominem de limo terrae, et inspiravit in faciem eius spiraculum vitae, et factus est homo in animam viventem’ (“Y el Señor, Dios, formó al hombre del barro de la tierra, y espiró en su rostro el aliento de la vida, y el hombre se hizo un alma viviente”). La elección de inspiravit en lugar de insufflavit implicó una nueva ruta semántica que, por ejemplo, se hace evidente en la versión que la Vulgata propuso del Génesis 7:15 de la Septuaginta, en la que el vocablo hebreo ruaj, “aire”, que había sido vertido al griego como pneuma, se reemplazó por spiritus‘Ingressae sunt ad Noe in arcam bina et bina ex omni carne in qua erat spiritus vitae’ (“Entraron con Noé al arca, de dos en dos, de toda carne [todo animal] en que había espíritu de vida”).

[3] Incluyendo las del rol de “persona libre”.

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